miércoles, 29 de agosto de 2012

La paz: qué supone, qué se pierde y qué se gana




Hablaba ayer con un amigo que pasó año y medio trabajando con la comunidad de Campo Dos, en el Norte de Santander, sobre cómo pensaba él que podría tomarse la gente de ese corregimiento un eventual proceso de paz con las FARC. Hago aquí un paréntesis para aclarar que Campo-dos es un producto accidental de la explotación petrolera en el municipio de Tibú,  un caserío amorfo y abandonado a su suerte por el Estado, como tantos otros en Colombia.



Dijo mi amigo que, según su experiencia, creía que la posibilidad de la paz implicaba afrontar, por un lado, una serie de problemas más bien prácticos frente a las opciones de vida de la gente, y, por otro, ver concretarse algunas de sus esperanzas.  En principio, no se podría pasar  por alto que, en lugares como Campo-Dos, la guerra es el gran motor económico y laboral para la mayoría de los jóvenes. Los muchachos, a lo único que pueden aspirar cumplida cierta edad, es a ser guerrilleros o militares, según quién esté ejerciendo allí el control territorial. Así, si la violencia es oportunidad, la paz  resulta más conflictiva que la guerra.

No obstante, me decía mi amigo, es también cierto que la gente anhela vivir en paz, pues todos los habitantes de Campo Dos han tenido que padecer tomas, re-tomas, masacres, hostigamientos, amenazas, desplazamiento y muchos otros hechos derivados del conflicto. De hecho, consideran muy en el fondo que con la paz podría venir algo de desarrollo y oportunidades para ellos.

La situación descrita por mi amigo guarda mucha relación con la postura de Colombianos y Colombianas por la Paz, según la cual la  justicia social es  la victoria de la paz, así como su condición ineludible. Un proceso de paz exitoso, pero sin un correlato en términos de justicia y acciones concretas para mitigar la desigualdad y la exclusión social, se convertiría en una desarticulación cosmética de las FARC, en la que todos los elementos generadores de conflicto seguirían latentes, esperando una oportunidad para manifestarse de manera hipercíclica y cada vez más caótica. Para muestra las Bacrim. 

Sin embargo, más allá de los problemas que entraña esa correlación necesaria pero nada clara aún entre proceso de paz y justicia social, resulta esperanzador, al menos en términos sociocultuarles, constatar la favorabilidad generalizada por parte de los colombianos hacia uneventual proceso de paz. Ello quiere decir que hemos venido madurando nuestras posiciones frente a los caminos que conducen al fin del conflicto, y que pese a ocho años de asociaciones simbólicas absurdas entre paz y no-negociación, hoy queda en evidencia que somos más los amigos que los enemigos de la paz. Más que seguridad sobre el destino político de un posible diálogo de paz, vale la pena reconocer el avance cultural que todo ello ha sacado a la luz y que habla bien de nosotros: no estamos tan sedientos de sangre como hasta hace algunos años.








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