Hablaba ayer con un amigo que pasó
año y medio trabajando con la comunidad de Campo Dos, en el Norte de Santander,
sobre cómo pensaba él que podría tomarse la gente de ese corregimiento un
eventual proceso de paz con las FARC. Hago aquí un paréntesis para aclarar que
Campo-dos es un producto accidental de la explotación petrolera en el municipio
de Tibú, un caserío amorfo y abandonado a su suerte por el Estado, como
tantos otros en Colombia.
Dijo mi amigo que, según su experiencia, creía que la posibilidad de la paz implicaba afrontar, por un lado, una serie de problemas más bien prácticos frente a las opciones de vida de la gente, y, por otro, ver concretarse algunas de sus esperanzas. En principio, no se podría pasar por alto que, en lugares como Campo-Dos, la guerra es el gran motor económico y laboral para la mayoría de los jóvenes. Los muchachos, a lo único que pueden aspirar cumplida cierta edad, es a ser guerrilleros o militares, según quién esté ejerciendo allí el control territorial. Así, si la violencia es oportunidad, la paz resulta más conflictiva que la guerra.
No obstante, me decía mi amigo, es
también cierto que la gente anhela vivir en paz, pues todos los habitantes de
Campo Dos han tenido que padecer tomas, re-tomas, masacres, hostigamientos,
amenazas, desplazamiento y muchos otros hechos derivados del conflicto. De
hecho, consideran muy en el fondo que con la paz podría venir algo de
desarrollo y oportunidades para ellos.
La situación descrita por mi amigo
guarda mucha relación con la postura de Colombianos y Colombianas por la Paz,
según la cual la justicia social es la
victoria de la paz, así como su condición ineludible. Un proceso de
paz exitoso, pero sin un correlato en términos de justicia y acciones concretas
para mitigar la desigualdad y la exclusión social, se convertiría en una
desarticulación cosmética de las FARC, en la que todos los elementos
generadores de conflicto seguirían latentes, esperando una oportunidad para
manifestarse de manera hipercíclica y cada vez más caótica. Para muestra
las Bacrim.
Sin embargo, más allá de los
problemas que entraña esa correlación necesaria pero nada clara aún entre
proceso de paz y justicia social, resulta esperanzador, al menos en términos
sociocultuarles, constatar la favorabilidad
generalizada por parte de los colombianos hacia uneventual proceso de paz.
Ello quiere decir que hemos venido madurando nuestras posiciones frente a los
caminos que conducen al fin del conflicto, y que pese a ocho años de
asociaciones simbólicas absurdas entre paz y no-negociación, hoy queda en
evidencia que somos más los amigos que los enemigos de la paz. Más que
seguridad sobre el destino político de un posible diálogo de paz, vale la pena
reconocer el avance cultural que todo ello ha sacado a la luz y que habla bien
de nosotros: no estamos tan sedientos de sangre como hasta hace algunos años.
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