miércoles, 12 de septiembre de 2012

Entre el cínico y el isleño. Sobre la perorata nacionalista

Basta con entrar a facebook o twitter, o caminar por la calle, para encontrar por todos lados declaraciones furiosas de amor a Colombia, producto de las dos victorias consecutivas que la selección nacional ha obtenido en las eliminatorias al mundial de 2014. Además de nuestro tricolor, abundan en los noticieros las barras y las estrellas gringas, con motivo de la batalla Rommey vs Obama que definirá si hay cambio de inquilino en la Casa Blanca. Por si fuera poco, una tercera bandera viene quemando pantalla y prensa desde el pasado martes: la cuatribarrada catalana, que a diferencia de la colombiana y la gringa, se agita no para celebrar sino para manifestar la indignación de los independentistas. En suma, esta ha sido una semana de cacareo nacionalista.

En días como estos, suelo desempolvar y releer algunos fragmentos del libro de Benedict Anderson, "comunidades imaginadas", sobre todo para volver sobre esas paradojas del nacionalismo que tan bien describe en su introducción: primera, que pese a la juventud objetiva de las naciones, los nacionalistas asumen la suya propia como antiquísima, casi eterna. Segunda, que el nacionalismo atribuye características sui géneris a cada nación, cuando no hay nada más corriente que la suposición de que todos debemos tener una nacionalidad. Tercera, en palabras de Anderson, "el poder político del nacionalismo frente a su pobreza y aún incoherencia filosófica" (Anderson, 1983; 22). Por ello, digo yo -ya no Anderson-, el nacionalismo tiene todo para aburrir a quien tenga dos o más dedos de frente: es ingénuo, superficial, vulgar y peligroso. Tal vez por ello afirmó Tom Narin que el nacionalismo es para la sociedad moderna lo que la neurosis es para el individuo: una patología esencialmente ambígua, incurable, capaz de llevar a la demencia y nutrida por la impotencia que afecta a la mayor parte del mundo (Narin, 1982; 359). 

Tan demente y patológico es el nacionalismo, y tan idiotas vuelve a quienes lo padecen, que en la estación de trenes de París sólo se habla francés, y que muchas veces en Barcelona preguntas algo en castellano y te contestan en catalán. Aunque la bobada no es exclusiva del otro lado del charco. Aquí bromeamos con "mandarle los de la moto" al uruguayo que nos llamó narcos, nos creemos menos indios que los ecuatorianos y más refinados que los venezolanos, y juramos que como Colombia no hay dos, que es el mejor vividero del mundo y que el riesgo es querer quedarse. Todo ello sin haber ido nunca más lejos que a Melgar y sólo por un cuatro a cero y un tres a uno. Con razón decía Renan que la esencia de una nación está en que todos los individuos crean tener muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas cosas.


 En el fondo, lo peligroso de todas esas tonterías es que conducen a visiones maniqueas y afiebradas del mundo y de los otros. El nacionalismo no está hecho para unir. Por el contrario, supone un retorno a la tribu o al rebaño en el que no importa el individuo o la especie sino la manada. Por eso el nacionalismo engendra y legitima el dominio violento de unos sobre otros. Menos mal Don Miguel de Unamuno ya nos dió la receta para esos males cuando afirmó que tanto el nacionalismo como el fascismo son enfermedades que se curan viajando y leyendo, respectivamente. Frente al isleño que cree que su isla es el universo entero, yo me decanto por la posición cínica de autodefinirme como un ciudadano del mundo.  

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Referencias 

ANDERSON B. (1983): "Comunidades imaginadas". FCE, México. 
NARIN T. (1982): "The Break-up of Britain". Verso, London.


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