Si las redes sociales son, como algunos lo aseguran, un espacio en el que la realidad se refleja con cierta precisión, entonces se podría concluir que en enero uno de los temas que ocupan nuestras charlas es el de los viajes vacacionales. Al respecto, abundan fotos, estados, trinos y comentarios. Ello no es un dato menor, teniendo en cuenta que en términos históricos los colombianos hemos sido flojos para cualquier aventura que vaya más allá de un paseo de olla y que nuestro país ha sido un destino poco atractivo para turistas extranjeros por cuenta de bombazos, secuestros y cordilleras casi insuperables que albergan caminos culebrezcos.
Tendríamos que preguntarnos, entonces, dada nuestra afición creciente por viajar, cuál es el significado que le atribuimos a salir de la ciudad, es decir, de nuestras múltiples zonas de confort, y adentrarnos en la Colombia desconocida. No se dice muy a menudo que viajar sea fácil o cómodo, aunque hay un consenso casi generalizado en que es una actividad fundamental para vivir a plenitud y conocerse a sí mismo.
Para cualquier colombian@ citadin@ y con alguna posibilidad de hacerlo, viajar por su país debería ser una obligación, sobre todo para conocer y reconocerse en esa Colombia campesina, periférica, maltratada pero aún así amable y generosa, que se encuentra a lo largo del camino y en los lugares de descanso. En ese tránsito todo adquiere sentido, la vereda desolada y el pueblo lleno de cicatrices por cuenta de la violencia se vinculan con los cinturones de miseria que delimitan el fin de las ciudades y los semáforos donde pequeños grupos de colombianosque hemos condenado al anonimato se reunen para pedir limosna.
Por consiguiente, viajar por Colombia no puede tener un propósito exclusivamente recreacional. Debe tener, ante todo, una intencionalidad cívica, pedagógica y estética: la de romper con un centralismo que no es sólo político, sino y sobre todo idiosincrásico, que debilita nuestros lazos de solidaridad y reproduce en el imaginario colectivo la idea de que la Colombia que vale la pena conocer y reconocer se reduce a unas cuantas calles y centros comerciales con arquitectura y bienes importados, gran paradoja.
Viajar por este país es, ciertamente, incómodo y por eso mismo aleccionador. Con una malla vial atrasadísima, en donde se hace evidente que la corrupción es un problema estructural, con una industria del turismo que depreda el medio ambiente, y con turistas extranjeros que en no pocos casos vienen exclusivamente a consumir drogas y a pagar por sexo con menores, se podría decir que viajar, en el país de "El único riesgo es que te quieras quedar", es escalar una montaña tras otra.
Por eso, cualquiera que desdee conocer este país recorriéndolo, debería apropiarse de lo que
Nietzsche, en su Zaratustra, escribió sobre el acto de viajar: "Yo soy un viajero y un escalador de montañas (...) no me gustan las llanuras, pues sea cual sea el destino, sean cuales sean las vivencias que aún haya yo de experimentar, siempre habrá en ello un viajar y un escalar montañas: en última instancia, cuando se viaja no se tienen vivencias más que de sí mismo"(...) ¡Alabado sea lo que endurece! ¡Yo no alabo el país donde manteca y miel corren!
Es necesario aprender a apartar la mirada de sí para ver muchas cosas: esa dureza necesítala todo aquel que escala montañas.
PD: Si no ha viajado últimamente, ahorre y déjese de excusas. Mientras tanto, léase o véase "El Hobbit",recomendadísimo.
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