jueves, 28 de febrero de 2013

La "D" es muda


En Django no caben los juicios morales a los personajes sino solamente a uno mismo como espectador, que goza con esa mezcla explosiva de  violencia e ingenio cómico. 

La historia inicia con cuadro típicamente cuaresmal: un grupo de esclavos va cruzando el desierto hasta que aparece un Moisés alemán conduciendo un coche jalado por un caballo muy bien educado. Sobre el coche pende una muela que se contonea al compás de los baches del camino. A continuación, un monólogo magistral por parte del Dr. Shultz (el Moisés alemán) y por último fuego de pistolas y mucha sangre. Estamos ante "Django desencadenado", la más reciente película de Tarantino.

Sangrienta, belicosa y posmoderna, Django es continuación de su predecesora, "Malditos bastardos", en al menos tres dimensiones: retoma el dominio absoluto de unos sobre otros como telón de fondo temático, aunque esta vez en el marco del tráfico de esclavos en el sur estadounidense a mediados del siglo XIX. También, le concede un segundo tiempo al impecable Christoph Waltz, que sigue haciendo de fascista, mas no de racista, aunque ahora al servicio de los EEUU como cazarrecompensas.  Por último, demuestra que es posible tratar un drama histórico con absoluta incorrección sin sacrificar en profundidad. 

Y es que si las películas y series de Spielberg sobre el tema, tales como "La lista de Schindler", "The pacific" o "Amistad", son emotivas, conmemorativas y sacralizantes, "Malditos bastardos" y "Django" se alejan deliberadamente de tales pretensiones para introducir al espectador en una experiencia estética que cuestiona no la moralidad y sensiblidad de los protagonistas de la historia sino la de él mismo en cuanto observador de un espectáculo tan sangriento como divertido.

El cine de Tarantino es un recordatorio del papel que ocupa la violencia en nuestra experiencia estética. Haciéndola central, logra diluir los límites entre la  fascinación y el morbo, entre la venganza y la justicia, entre la racionalidad y el instinto, y entre el placer y el dolor. En Django el mal es un grupo divertidísimo de blancos a caballo con capuchas mal cosidas, la justicia está representada por un alemán que mata por dinero y un negro sin conciencia de clase ni de color de piel, capaz de entregar a sus semejantes a los perros con tal de rescatar a su amada. La libertad, por último, es una cosa tan inútil que no hace mejores a los que gozan de ella ni peores a los que no la tienen. En Django, el balazo, la sonrisa y la frase ingeniosa van unidas para proclamar que la venganza y la justicia son en el fondo la búsqueda del restablecimiento del orden por caminos más o menos pantanosos.

 El cine de Tarantitno no es, como el de muchos otros, una construcción audiovisual de lo sagrado y lo profano en la era de la reproductibilidad técnica. Es, por el contrario, una recreación cómica del partido amistoso que juegan dios y el diablo en este campo de fútbol que es el mundo y su historia.

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