martes, 19 de marzo de 2013

Ni política ni infalibilidad

Desde que asomó por un balcón del Vaticano, no ha dejado a nadie indiferente. Se habla, se especula y se opina a más no poder sobre el recién elegido Papa. Yo, que soy tan oportunista como cualquiera, voy a afirmar aquí que para una comprensión a profundidad de lo que puede implicar el papado de Francisco I, las lecturas políticas resultan reductivistas y los pronósticos racionales se quedan cortos. Es decir, para comprender lo que aquí pasa, sugiero una vía mucho más estética y emocional: la de entender el papado en el siglo XXI como un icono más que como una figura de autoridad política o doctrinal.

Mis argumentos para ello son los siguientes: 1) el papado es cada vez menos una posición desde la que se pueda ejercer poder político directo. De hecho, el poder político directo es una especie en vía de extinción. Para la muestra Obama, que no ha podido con Wall Street, o Zapatero, que no pudo con el BBVA. El poder de verdad, el de tener la capacidad de hacer que otros hagan lo que uno quiere, está reservado para las multinacionales. Por tanto, es un error otorgar centralidad a la variable política a la hora de comprender el papel del papado en esta sociedad. 

2) Lo mismo sucede en el plano de lo cultural, pues contrario a la exhortación papal, la gran mayoría de católicos usamos condón, comemos carne los viernes de cuaresma y fornicamos. Y en medio de todo ello jamas nos preguntamos qué opinaría el Papa si nos viera hacer lo que hacemos. Reconozcámoslo. A los únicos a lo que les importa realmente la teología  es a los seminaristas. Al grueso de los católicos nos va más el tema  de la celebración, del banquete, de la música y la alegría. Vamos a misa de vez en cuando, intentamos ser solidarios, pero sobre todo nos cuidamos de no esconder los talentos bajo tierra, al modo de la parábola evangélica. En concreto: hacemos lo posible por sacar el mayor provecho a nuestras vidas.

Sin embargo, vale preguntarse por qué la plaza de San Pedro estaba llena de gente esperando el humo blanco, por qué los gritos de alegría de los que allí estaban cuando vieron salir al nuevo sucesor de Pedro, y por qué tanto revuelo en televisión, prensa, radio y redes sociales por la elección de un hombre sin mayor poder político ni autoridad espiritual. 

La respuesta que me aventuro a dar es que la fascinación que produce Francisco viene de lo más profundo de lo que somos como sociedad, de nuestra necesidad de dar sentido y de trascender la materialidad del mundo en que vivimos. Contrario a lo que se piensa, no somos una sociedad secular, pues conservamos intactos los elementos estructurales de nuestra vida religiosa. Por ese camino, el Papa es, entonces, un símbolo religioso en el sentido más básico del término, pues es un lazo entre lo sagrado y lo profano para una religión que se fundamenta en el amor al hombre como única posibilidad real de experiencia mística y de encuentro con Dios. 

Creo que el nuevo papa entiende a la perfección cuál debe ser su rol en esta sociedad. Por ello, no me preocupa qué tan godo o progre sea a nivel teológico. Por el contrario, me gustó haberlo visto pidiendo una oración por él a sus fieles; me sorprendió saber que pagó la cuenta del hotel donde se alojó, y me alegra que predique la sencillez como rasgo distintivo del ser cristiano. Por último, me impresionó profundamente que haya elegido el nombre de Francisco. Ello me da a entender que Bergoglio sabe que vivirá rodeado de lobos, como el santo de Asís,  pero que también tiene clarísimo que sólo el amor, experimentado en un marco de fraternidad y sencillez, es digno de fe. 




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