jueves, 4 de abril de 2013

Cógelo suave

Hace un par de semanas estuve en Sincelejo trabajando con los estudiantes de la Normal Superior en el desarrollo de plataformas digitales para la investigación pedagógica. Una de las muchas lecciones que aprendí tras cinco días de calor inmisericorde es que las cosas en la costa se hacen al ritmo que el clima lo permite. De otra forma, corre uno el riesgo de quedarse fundido en la mitad del camino. 

Sin embargo, vuelve uno a Bogotá, con sus 2600 metros sobre el nivel del mar, y se introduce de nuevo en un clima de aparente laboriosidad que se concreta en prisas, pitos, dispositivos electrónicos y horrendos oficinistas encorbatados. En la periferia colombiana (de la que Sincelejo hace parte) la vida tiene un carácter más folclórico o cultural: allí, el espacio y el clima configuran el tiempo. La vida en el centro, en la ciudad capital, por el contrario, es más civilizada: el tiempo nos domina y se impone sobre el espacio y el clima. 


Parecería entonces que tiempo y civilización fueran dos conceptos que, además de ser tan artificiales como poderosos, están totalmente correlacionados. Puede que, de hecho, la civilización signifique el control y la organización de la vida social por medio del tiempo. En ciudades como Bogotá se nos enseña a creer que las cosas deben hacerse rápido, y si uno pregunta el por qué de tanto afán la respuesta es simple: perder el tiempo implica quedarse rezagado, como si la vida fuera una carrera hacia una meta distina de la muerte. Ya lo dijo Darwin, gran icono inglés de la civilización, además del Big Ben: la clave de la supervivencia de las especies está en su capacidad de adaptación. En el caso de los humanos, adaptación a un tiempo que corre cada vez más deprisa por cuenta de un relevo tecnológico implacable.

El dogma de la civilización igual a tiempo, igual a cambio, igual a necesidad de adaptación, lo concretó lúcidamente Ray Kurzweil en su "Ley de rendimientos acelerados" al afirmar que a mayor crecimiento exponencial del orden (a más civilización, en otras palabras), mayor es la aceleración del tiempo y por consiguiente menor el intervalo entre eventos significativos de la historia (1). Esa es la piedra angular de esa religión que es el capitalismo, y esa es la promesa de redención que se nos vende: ¡apure, produzca, no pierda el tiempo! ¡Sólo de esa manera hará parte de los elegidos, tendrá un futuro y hará historia! Qué astucia: hacernos vivir la ficción del cambio constante para mantener todo bajo control, en orden. 

Por lo tanto, ser revolucionario, antisistema, rebelde, crítico, auténtico, libre o cualquier otra vaina que implique nadar a la contra, hoy en día exige, ante todo, tomárselo con calma, darse el tiempo de cultivar el juicio y el gusto, evitar el vano activismo, como decía Tomás de Aquino, o  cogerla suave, como pregonan con tanta gracia mis estudiantes en Sincelejo.

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(1)KURZWEIL, R (1999): The Age of Spiritual Machines: When Computes Exceed Human Intelligence. Nueva York: Viking.
 

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